viernes, 10 de febrero de 2012

A él le gustaba imaginar que ella no se había marchado, que seguirían yendo a inventarse historias a las estaciones sin nombre, que cada día irían juntos a ese café nuevo que tanto les gustaba en el que el camarero les conocía como si fueran de su familia, y que ella seguiría preparándole ese postre que tanto le gustaba para acabar empapados en nata y chocolate por toda la cara. Pero las estaciones estaban abarrotadas, el camarero se había autodespedido y habían dejado de fabricar esa marca de chocolate que hacía la tarta tan especial. Ella ya no estaba. Lo que él no sabía era que, desde el mismo día en que ella cogió el avión para separarse de su vida para siempre, no había dejado de arrepentirse. Ni un solo instante. Porque cada uno de esos momentos ella se imaginaba junto a él, junto a esas manos que le daban calor en las noches más frías, junto a esos pies que buscaba dentro de las sábanas para decirse "te quiero" sin hablar, junto a esa boca de la que tantas palabras, frases o incluso historias inolvidables habían salido... de esos ojos que, aunque riendo, no paraban de llorar. Estaban hechos el uno para el otro, y lo sabían desde el primer día en que se conocieron en aquel bar que olía a almas solitarias en busca de una noche de compañía y cariño.

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